Comentario
El aumento de la población europea se tradujo en un fuerte aumento de la población urbana. Desde que el ferrocarril hizo posible el suministro a gran escala de todo tipo de abastecimientos -alimentos y carbón, principalmente-, y facilitó tanto la concentración fabril como el transporte de la población procedente de las zonas rurales, Europa fue testigo de un crecimiento verdaderamente excepcional del número y extensión de sus ciudades. En 1850, había en todo el continente 45 ciudades de más de 100.000 habitantes; en 1913, la cifra era ya de 184. De éstas, 50 estaban en Gran Bretaña, donde casi el 80 por 100 de la población, vivía, hacia 1910-14, en ciudades de más de 20.000 habitantes; 42 en Alemania, 20 en Rusia, 15 en Francia, 13 en Italia, 9 en el Imperio austro-húngaro. Hacia 1910, Londres tenía unos 7,2 millones de habitantes; París, 2,8 millones; Berlín, 2 millones; Viena, Glasgow, Moscú y San Petersburgo superaban el millón de habitantes; Hamburgo, Varsovia, Budapest y Birmingham se acercaban a esa cifra; y Manchester, Munich, Marsella, Barcelona, Amsterdam, Madrid, Praga, Liverpool, Milán, Colonia, Lyon, Rotterdam, Estocolmo, Odessa, Kiev, Leizpig, Bruselas, Copenhage, Dresde, Nápoles, Roma y Breslau oscilaban entre 500.000 y 800.000 habitantes. En vísperas de la I Guerra Mundial, unos 60 millones de europeos vivían en grandes ciudades de más de 100.000 habitantes. Con razón pudo escribir en 1899 Adna Ferrin Weber -en su libro El crecimiento de las ciudades en el siglo XIX- que la urbanización era uno de los rasgos distintivos del siglo que entonces concluía.
París era, tras las reformas del barón Haussmann (1852-70), la ciudad más monumental. Pero Londres venía a ser de alguna forma la encarnación de la nueva gran metrópolis. Era el centro financiero del mundo, un puerto fluvial de actividad trepidante e intensa (como bien reflejaron en algunos de sus lienzos Tissot y Whistler) y el principal núcleo industrial del país, con industrias textiles, fábricas de muebles, grandes centrales eléctricas y de gas, talleres ferroviarios, destilerías de cerveza y metalurgia ligera. Centralizaba la red nacional de carreteras y ferrocarriles, como revelaban sus grandes estaciones (Victoria, Paddington, Euston, Waterloo). Estaba dotada de transporte subterráneo desde 1863, transformado desde 1900-10 en una completa red de metro electrificada. Tenía autobuses urbanos desde 1904 y taxis desde 1907. Era el centro del Gobierno y del Imperio, administrados desde Whitehall; estaba bien dotada de grandes hoteles, restaurantes y cafés de lujo, como el Royal, el local favorito de Oscar Wilde, y de museos y centros de arte (el Museo Británico, la Galería Nacional, el Museo de Historia Natural, la Galería Tate, abierta en 1897, el Museo Victoria y Alberto, de 1909). Londres era, también, la capital del comercio de consumo con grandes almacenes como Harrod's (abierto en 1905), Marks & Spencer (1907), Selfridges (1909), W.H. Smith -especializado en libros-, Boot´s y otros; ciudad muy extensa y verde, con parques magníficos y numerosas plazas ajardinadas pequeñas y silenciosas, y zonas suburbanas idílicas (Norwood, Highgate, Hampstead Heath...) como captó Camille Pissarro, el impresionista francés que vivió y pintó en Londres en distintas ocasiones y a quien, como a Monet y a Derain, siempre fascinó aquella gran ciudad. Londres era ciertamente tal como la describió H. G. Wells en su novela Tono-Bungay (1909): "la ciudad más rica del mundo, el mayor puerto, la ciudad imperial, el centro de la civilización, el corazón del mundo".
Charles Booth sacudió la conciencia de ese centro "de la civilización" cuando demostró, en el trabajo ya citado, que una tercera parte de la población londinense vivía en la pobreza. En realidad, había varios Londres. El East End, los muelles y grandes zonas del sur -como Lambeth, el barrio donde en 1889 nació Charles Chaplin- constituían barriadas degradadas y hacinadas, de calles y casas sórdidas e insalubres, marcadas por la miseria, la suciedad, la prostitución y el crimen (los de Jack "el destripador", de agosto de 1888, por ejemplo, tuvieron por escenario Whitechapel, zona de inmigración judía, en el East End). Era el Londres que Jack London describió en su novela Gente del abismo (1903). El West End, por el contrario, incorporaba los barrios elegantes de los magníficos edificios de estilo clásico de las clases acomodadas y de las grandes mansiones de la aristocracia (Belgravia, Mayfair), y los grandes edificios administrativos y de servicios. Los barrios del Norte y Nordeste fueron acomodando -en casas individuales con un modesto jardín- a las clases medias, y a obreros y artesanos cualificados (aunque Londres conoció pronto el fenómeno de los "commuters", gente que, trabajando en la capital, vivía en localidades residenciales próximas y se desplazaba a la ciudad diariamente en trenes de cercanías: a principios de siglo, se aproximaban ya al medio millón).
Lo que ocurrió en Londres fue un fenómeno común a casi todas las grandes ciudades europeas. En todas se produjeron cambios profundos en la función misma de la ciudad, y una fuerte segregación social entre sus barrios. Las grandes ciudades se convirtieron, en mayor o menor proporción, en grandes centros fabriles, comerciales, administrativos, bancarios y de servicios. Todas generaron economías locales dinámicas y diversificadas. Las facilidades de comunicación con los centros urbanos que proporcionaron ferrocarriles, tranvías, autobuses y bicicletas, permitieron la instalación de factorías y fábricas en las periferias, apareciendo así "cinturones" industriales y barriadas obreras (como Billancourt, al sudeste, y Saint-Denis, al norte, en el caso de París). La antigua convivencia de clases sociales en los viejos cascos urbanos dio paso a una diferenciación por barrios: zonas residenciales para la alta burguesía, barrios obreros, barrios de clase media. En París, por ejemplo, las clases acomodadas fueron desde 1880 abandonando el centro, donde habían vivido tradicionalmente -como atestiguaban los espléndidos "hôtels" del Marais-, desplazándose hacia las proximidades de la plaza de La Estrella, nuevo y muy lujoso barrio para la "alta sociedad" (Proust, por ejemplo, se instaló en 1919 en el número 44 de la calle Hamelin). Los centros urbanos se especializaron en los servicios y en el comercio -a veces de lujo, como las calles Rívoli en París y Bond, en Londres-, acogieron los edificios oficiales, los bancos, los hoteles, los teatros (la Opera de París, el mayor teatro del mundo, se inauguró en 1875), los grandes almacenes. Enfrentados con problemas demográficos formidables y crecientes, los ayuntamientos de las grandes metrópolis tuvieron que acometer importantes empresas colectivas: construcción de ensanches, adoquinado y, luego, asfaltado de calles, trazado de parques y plazas, instalación de transportes colectivos -el metro de París, con sus entradas modernistas diseñadas por Guimard se inauguró en 1900; el de Berlín, en 1902-,suministros de servicios como agua, alcantarillado, gas y luz eléctrica, mercados, hospitales, mataderos, escuelas, cementerios, iluminación pública, limpieza y mantenimiento...; tuvieron también que asumir nuevas responsabilidades en el control del orden público y en la garantía de la seguridad ciudadana.
El crecimiento y nuevas funciones de la gran ciudad no escaparon a la preocupación de los contemporáneos. Ya ha quedado dicho que A. F. Weber escribió un primer libro sistemático sobre ello en 1899. Desde la década de 1890, se comenzó a hablar de la necesidad de construir "ciudades jardín", una idea de Ebenezer Howard, un hombre que, inspirado en las ideas de Ruskin y William Morris, quería reintroducir el campo en la ciudad; el español Arturo Soria y Mata ideó, con parecidos planteamientos, y en la misma época, la Ciudad Lineal, una ciudad de viviendas unifamiliares alineadas en torno a un gran eje central de comunicaciones. La idea era en todos los casos la misma: hacer frente, mediante la descentralización y la planificación urbana, al alarmante desarrollo que habían alcanzado ya grandes ciudades y conurbaciones, como argumentó en 1915 el escocés Patrick Geddes, otro entusiasta de la ciudad-jardín, en su obra Ciudades en evolución.
En esas grandes ciudades se modificó radicalmente la vida colectiva. Esta adquirió en ellas un carácter impersonal y anónimo, donde la ascendencia tradicional de las familias y personalidades notables se circunscribía cada vez más a sus propios círculos y ámbitos -clubs, salones, hipódromos, ópera, casinos, parques o avenidas distinguidas de la ciudad, lugares de veraneo-, y donde la influencia de la vida religiosa y de las iglesias y sus ministros se desvanecía, lo que hizo que, en 1904, el diario londinense Daily Telegraph abriese una encuesta entre sus lectores para determinar si Inglaterra era o no un país creyente. La presencia en las calles de grandes masas, que irían constituyendo una opinión pública más o menos articulada, y la aparición de nuevas formas de cultura colectiva (como el "music-hall", la prensa, los espectáculos deportivos -el campeonato británico de fútbol comenzó en 1888; la vuelta ciclista a Francia en 1903-, el cinematógrafo) testimoniaban el cambio.
El desarrollo industrial y urbano multiplicó las oportunidades de empleo y de movilidad social. Las clases medias médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, funcionarios, profesores, comerciantes, propietarios modestos, empleados de oficina, servicios y comercio, administradores, técnicos, rentistas, intermediarios, viajantes, almacenistas, etcétera- fueron las principales beneficiarias de ello. Por supuesto, la aristocracia mantuvo todavía en toda Europa -la republicana Francia incluida, como evocó Proust- su identidad, su presencia formal, parte de sus riquezas y de su poder (en el ejército y los cuerpos diplomáticos, por ejemplo) hasta la guerra de 1914 y aun después, tal vez hasta la II Guerra Mundial, tal como quiso testificar Evelyn Waugh en su novela Retorno a Brideshead, escrita precisamente en 1944. Incluso aumentó su número debido a las numerosas concesiones de títulos nuevos a los que todas las monarquías europeas recurrieron entre 1890 y 1914 para recompensar los servicios a la comunidad de personalidades distinguidas de la política, de los negocios, de las bellas artes, de la investigación científica, de la guerra y de otras actividades. Cristalizó, además, también en toda Europa, una nueva clase acomodada, una verdadera aristocracia del dinero -unida muchas veces a la aristocracia de la sangre a través de vínculos matrimoniales y económicos-, integrada por las grandes fortunas de la industria, del comercio y de la banca, por profesionales liberales de gran éxito, directivos y técnicos de las grandes empresas y grupos financieros, y por la alta burocracia del Estado.
Por supuesto, también la clase obrera industrial, vinculada a la minería, a las industrias siderometalúrgica y química y a los ferrocarriles, adquirió por entonces, sobre todo desde la década de 1880, estabilidad y conciencia de su identidad como clase: no por casualidad los primeros hitos de la literatura de la clase obrera, Germinal de Emile Zola y Los tejedores de Gerhart Hauptmann, se escribieron en 1885 y 1892, respectivamente. A principios de siglo, la clase obrera industrial estaba integrada por unos 13, 8 millones de trabajadores en Inglaterra (de ellos, 5 millones de mineros), unos 11 millones en Alemania (1 millón de mineros), cerca de 6 millones en Francia y en torno a los 3 millones en Rusia y a los 2,5 en Italia; todos los países europeos experimentaron, como se verá, la aparición de grandes sindicatos y la generalización de huelgas y conflictos laborales. Gran parte de Europa, como el 50 por 100 en Occidente y tal vez el 90 por 100 en el Este era, además, rural.
Pero con todo, fue aquel fuerte crecimiento de las clases medias bajas, de la clase media asalariada, en la que la presencia de la mujer fue, además, creciendo, el hecho social de mayor significación para la estructura social europea en las dos o tres décadas anteriores a la I Guerra Mundial. Tal vez ningún otro sector laboral europeo creció más en volumen desde 1870 que los empleados de oficinas, comercio y administraciones públicas. En cualquier caso, el sector servicios ocupaba en Gran Bretaña, en 1911, al 45,3 por 100 de la población laboral. La población activa definida como de clase media y alta pasó, en ese país, de 3.210.000 en 1891 a 4.990.000 en 1911, y la que se definía sólo como clase media suponía ya el 30 por 100 de la población. El número de personas empleadas en servicios en Alemania pasó de 1.500.000 hombres y 745.000 mujeres en 1895 a casi dos millones de hombres y un millón, de mujeres en 1907. En Francia, las clases medias, clave de la III República, podían sumar unos 5 millones.